Mi vida fue una sucesión de errores y elecciones equivocadas.
Capítulo 1
“Adónde fuiste ayer a la noche?”, me preguntó
violentamente Gabriel de inmediato.
“Te dije que me quedaba a estudiar con Elisa y Hope.
El examen final se acerca y estoy un poco retrasada con algunas materias”, me
justifiqué, entrando en el apartamento del muchacho.
“También estaba tu compañero de clases? Ese que
siempre está cerca de ti”, preguntó nervioso.
“Quién? Romeo?”
“No pronuncies ese nombre en mi presencia!”, se enfureció
de repente, dando un puñetazo al muro que estaba detrás de mí. Desde que había
visto a Romeo poner un brazo alrededor de mis hombros e intentar besarme en
contra de mi voluntad, estaba prohibido hablar de él en su presencia. Me había
llevado una semana tranquilizarlo y convencerlo que no fuera a golpearlo e
intentar salvar la relación que ya estaba completamente desaprobada por mis
padres, debido a la diferencia de edad y por los negocios turbios de su padre.
“Gabriel, te amo, lo sabes”, intenté calmarlo. Después
de un año, había aprendido a conocerlo lo suficientemente bien como para saber
que esas escenas de celos podían derivar en arrebatos de ira incontrolables
sino lograba permanecer tranquila. Incluso si él tenía cinco años más que yo, a
veces tenía la impresión de ser más grande y madura que él.
“Intenta mentirme y…”, comenzó a amenazarme, tomándome
por el mentón y sosteniendo mi cabeza inclinada hacia él. Sus ojos negros
miraban fijamente los míos color castaño. En su mirada podía leer todo su
tormento. Sabía que me amaba pero podía sentir su miedo a perderme.
Después de casi un año me había vuelto todo su mundo,
la única cosa pura y maravillo que tenía en su vida, como me decía a menudo.
“Te amo demasiado como para traicionarte. Eres la cosa
más hermosa e importante de mi vida”, le susurré dulcemente, tomándole el
rostro entre las manos y acariciándole la mandíbula contraída.
Ese gesto funcionó y lentamente dejó la presa.
“Yo también te amo. No sé qué haría si te perdiera.”
“Eso no sucederá jamás.”
“Prométemelo.”
“Te lo juro”, dije acercándome para besarlo.
“Si rompes este juramente no podré perdonarte nunca”,
murmuró Gabriel antes de tomar posesión de mi boca con avidez hasta hacerme
perder la cabeza con un beso apasionado.
Gabriel era así: inestable, irascible, agresivo, posesivo,
rudo, pero también sabía cómo ser el hombre más dulce y amable del mundo.
Mi mejor amiga, Hope, estaba asustada por ese hombre
de veinticuatro años, hijo de un narcotraficante y de una mujer adicta a las
drogas. En él, veía sólo los genes enfermos y criminales de su familia.
También mi amiga Elisa no había tomado de buena forma
nuestra relación al inicio, porque temía que me hiciera sufrir pero luego había
visto cómo me trataba Gabriel cuando estaba tranquilo y eso la había
tranquilizado mucho, tanto como para apoyarnos en nuestra historia de amor y
cubrirme cuando pasaba la noche en la casa de él.
En un instante, Gabriel deslizó sus manos bajo mi top
azul y me desabrochó el sostén, sin dejar de besarme.
Dejé que lo hiciera y lo complací, levantando los
brazos para que me quitara la ropa.
“Rayos, qué hermosa eres”, susurró Gabriel separándose
de mi boca y admirándome los senos entre sus manos.
Me cubrí el pecho por la vergüenza. Su mirada excitada
fija sobre mí todavía tenía el poder de asustarme y no conseguía acostumbrarme
a esa sensación.
“Sabes que no quiero”, se enojó tomándome por las muñecas
y llevándolas detrás de mi espalda, de tal manera que consiguió bloquearme con
una mano, mientras que con la otra volvió a acariciarme hasta hacer que mis
pezones ya sensibles y turgentes se endurecieran. “Muy bien, pequeña”, murmuró
Gabriel sintiéndome gemir y arquearme hacia él. Adoraba sentir que perdía el
control y que me perdía entre sus brazos. “Me vuelves loco, sabes?”, me dijo
besándome y lamiéndome los pezones que luego chupó con avidez. Permanecí quieta
como él quería, abrumada por las oleadas de placer que me estaba dando y que se
extendían por todo mi cuerpo, haciendo que mi bajo vientre se contrajera
dolorosamente.
Sonreí saboreando esa emoción que me convertía en
arcilla entre sus manos y esa sensación que al principio me asustó y casi me
hizo huir de Gabriel. Ahora, en cambio, lo disfrutaba al máximo, impaciente por
llegar al orgasmo.
“Desvístete”, me ordenó de repente, quitándose la
camiseta, abriéndose la cremallera del pantalón desgastado y sacando un condón.
Obedecí. Me quité los leggins, la ropa interior y las
zapatillas. No tuve tiempo de quitarme los calcetines, ya que Gabriel me tomó
por las caderas y me levantó.
Me aferre a él, rodeándolo con mis piernas alrededor
de sus caderas y mis brazos en su cuello.
Lo besé y
jadeé cuando sentí sus dedos deslizarse dentro de mí.
“Estás
lista”, constató satisfecho mientras sentía su mano empapada.
“Desde que llegué aquí que estoy lista”, le dije
sabiendo que lo excitaba todavía más. Me había confesado que le resultaba
excitante saber que su mujer ya estaba mojada y lista para que la follaran
incluso antes del juego previo.
“Demonios, haces que pierda la cabeza, pequeña”, gimió
él mirándome con la vista nublada que le hacía dilatar las pupilas e contraer
la mandíbula al punto que nunca sabía cuánto podía volverse brutal y predador
cuando estaba en sus manos.
Estaba por
responderle pero sentí la punta de su pene empujar dentro de mí.
Respiré profundamente e intenté relajarme porque había
aprendido durante esos meses que la tensión hacía que la penetración fuera
dolorosa, sobre todo cuando se trataba de un miembro tan grande que me llenaba
completamente.
“Te amo, Aria”, me dijo Gabriel entrando con fuerza
dentro de mí. Lo miré por un segundo mientras podía ver lo que sentía por mí y
cuánto lo hacían sufrir las diferencias entre nosotros, desde la edad hasta la
clase social. A menudo esa diferencia se había vuelto tema de peleas entre
nosotros y siempre temía que al crecer me cansaría de él y de su vida
miserable.
Pero yo lo
amaba demasiado como para pensar que algo nos iba a separar.
Estaba por responderle pero las embestidas se
volvieron más intensas y rápidas, tanto
como para hacerme gritar. Gabriel me tapó la boca con un beso y me quedé sin
aliento, con la espalda contra el muro y las piernas que rodeaban con fuerza su
cintura.
“Quiero que acabes conmigo, pequeña”, me ordenó
acariciándome con el pulgar el clítoris hinchado y sensible.
Asentí, mordiéndome
el labio para contener el placer que sentía.
“Gabriel, no puedo”, confesé sintiendo que estaba
cerca del orgasmo, mientras su pene se contraía y se hinchaba aún más dentro de
mí, tocándome puntos sensibles que no sabía que tenía.
“Ahora…”, gruñó Gabriel, aumentando la fuerza de los
empujones y aplastándome aún más contra la pared.
Las contracciones de su pene chocaban con las mías,
tanto que sentí dolor. Un dolor que pronto se fundió en un placer líquido e
intenso que me mareó y me dejó sin aliento.
Fue un orgasmo largo y devastador, tan largo como el
de Gabriel. Cuando mi cuerpo se calmó, me encontré temblando.
“Estás
bien?”, me preguntó preocupado.
“Yo… creo que
sí.”
“A veces
olvido que eres solo una jovencita y que debo ir despacio.”
“No, estoy bien”, me preocupé. Odiaba su tono de compasión
y remordimiento porque sólo tenía diecinueve años y él había sido mi primer
hombre.
Me tomó en
brazos y me dejó delicadamente sobre la cama.
Se recostó a
mi lado y me abrazó con ternura.
Suspiré,
disfrutando la dulzura que sólo él sabía darme.
Apoyé la cabeza en su antebrazo musculoso y tatuado y
dejé que mi mano derecha vagara sobre sus pectorales esculpidos y sus
abdominales perfectamente dibujados y cincelados gracias a las intensas horas
pasadas en el gimnasio.
Pasé mis dedos sobre el ancla tatuada en la cresta
ilíaca izquierda y luego me deslicé sobre el dibujo de un pergamino con la
palabra Criminal dibujada en el pecho.
“Ahora está un poco mejor?”, me preguntó, mientras me
acariciaba la espalda, el cabello y el rostro.
“Gabriel, no
quiero que te preocupes tanto por mí. Estoy bien, ok? Siempre me siento bien
cuando estoy aquí contigo.”
“Es normal que me preocupe por ti, pequeña. Eres la
cosa más importante que tengo. Haría cualquier cosa por estar contigo.”
“Yo también”,
respondí, besándolo y dejándome llevar por ese mar de emociones que sólo él
sabía regalarme. Estábamos por hacer el amor de nuevo cuando el celular de
Gabriel sonó.
“Quién
demonios llama?”, dijo mientras atendía la llamada.
Incluso sino estaba en altavoz, escuché la voz
histérica y asustada de Mike, el amigo de Gabriel. Le decía que tenía que
escapar porque estaba llegando la policía para arrestarlo. Por lo que parecía,
un tal Jude había avisado y su nombre había aparecido entre los traficantes que
vendían la droga de su padre.
“Demonios!”,
gritó terminando la llamada y yendo a vestirse.
“Qué
sucede?”, me preocupé.
“Vístete y
vuelve de inmediato a tu casa, ok? No le digas a nadie que has estado aquí!”
“Gabriel, qué
sucede…”
“Haz lo que
te he dicho, Ariana!”, se enfureció usando mi nombre de pila y poniéndose los
jeans.
Me vestí pero el miedo por lo que pudiera sucederle a Gabriel
me dio pánico y me puse a llorar.
“Pequeña, está todo bien, ok?”, intentó tranquilizarme
dándome un beso en la boca y acariciándome el rostro con gestos rápidos y
nerviosos.
“No me mientas. Estás vendiendo droga como tu padre y
ahora vienen a arrestarte, no?”
“Sí, pero…”
“Habías prometido que no lo ibas a hacer! Hace cinco
meses te pregunté si hacías cosas ilegales como tu padre y me habías jurado que
no, y ahora…”
“Era verdad, pero ahora las cosas han cambiado y
necesito el dinero desde que me despidieron de mi empleo.”
“Si vas a la cárcel, yo… no nos volveremos a ver… no
puedo estar sin ti”, me puse a llorar todavía más fuerte, acercándome a él.
“Prométeme que sin importar lo que suceda, seguirás
amándome.”
“Te lo juro”, dije entre sollozos.
“Ahora debo irme por algún tiempo pero volveré, está
bien?”
Gabriel se separó de mí y comencé a temblar por el
miedo como si hubiera perdido todo lo que me hacía feliz.
Lo vi abrir la puerta de su apartamento, pero no
alcanzó a poner un pie fuera que fue abordado por dos agentes de la policía que
lo esperaban en la puerta.
Me puse a gritar aterrorizada por la forma violenta y
ruda con la que lo arrestaban.
Luego un policía vino hacia mí y me llenó de preguntas
a las que no respondí. Estaba demasiado ocupada mirando a Gabriel y lo que le
estaban haciendo.
Al final, el policía impaciente, me detuvo a mí
también.
“No hice nada!”, me asusté intentando escapar.
“Déjenla en paz! Ella no tiene nada que ver”, dijo
Gabriel furioso al ver que me ponían las manos encima.
Lo que sucedió después pasó tan rápido que no recuerdo
todo, sólo que Gabriel comenzó a golpear al policía antes de que pudieran
esposarlo definitivamente y llevarnos a ambos a la estación de policía donde
nos separaron.
Me sometieron a análisis de sangre para saber si
estaba bajo los efectos de estupefacientes e intentaron saber si había sido
violentada por mi novio.
Esa fue la última
vez que vi a Gabriel sin barrotes.
Después conseguí verlo en la cárcel en Lewes un par de
veces pero cuando terminé el colegio y acabó el verano tuve que ir a la universidad
en Londres donde me mudé para estudiar derecho.
“Prométeme
que me esperarás”, fueron sus últimas palabras.
Le había
dicho que sí porque lo amaba pero después se había involucrado en una pelea y
la pena que le habían dado se había extendido luego de su traslado a otra
prisión en Birmingham y decidí renunciar a él. Para siempre.
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