Tal vez no debería haber salido de casa con esa ropa interior tan sensual bajo el abrigo en pleno invierno.
Capítulo 1
«¿Te
has vuelto loca?», soltó Stefan con cara de sorpresa mientras yo me desabrochaba el
abrigo.
«Este es mi regalo de San Valentín», susurré con voz
seductora dejando caer al suelo la prenda y mostrándome a él.
«¡Estás loca, Eliza!», balbuceó excitado mientras su
mirada recorría ávidamente mi ropa interior de leopardo, mis medias y,
finalmente, mis zapatos de tacón de aguja del mismo color que mis bragas.
Únicamente la excitación por esta locura me impedía temblar de frío o ir a ponerme
algo más cálido.
«Vístete. Inmediatamente». Noté como se ponía
nervioso mientras avanzaba hacia él, pero lo ignoré.
«No has venido a mi cena especial de San Valentín,
así que he pensado en venir yo a ti», le susurré al oído, haciendo que mi
cuerpo se aferrara al suyo y disfrutando del bulto en sus pantalones,
apretándolo contra mí.
«Eliza, estoy trabajando. Ya te lo he explicado.
Después de dos años trabajando aquí, finalmente he conseguido el ascenso que
deseaba desde hacía tanto tiempo, y ahora tengo esta bonita oficina para mí
solo...».
«Me alegro», susurré temblando de deseo mientras
empezaba a desabrocharle la camisa.
«Si alguien nos descubre...».
«No te preocupes. No hay nadie. Lo he comprobado».
«No puedo arriesgarme a que me despidan. Me gusta
demasiado este trabajo».
«Lo sé muy bien», siseé irritada. Yo, en cambio,
odiaba su trabajo. Me gustaba verlo vestido con un traje detrás de un bonito
escritorio, pero no podía soportar la cantidad de horas que le dedicaba. Horas
sustraídas a la aquí presente, que ya había tenido que dejar de lado las tres
tardes por semana de gimnasio y los estudios. Después de ese ascenso, pasar
tiempo con Stefan se había vuelto cada vez más difícil.
Llevábamos seis meses juntos y me divertía con él
porque, aunque era tres años mayor que yo, era siempre tan tímido e inseguro
que me hacía enternecer y me incitaba a hacer locuras como salir a mediados de
febrero con tan solo la ropa interior y un abrigo para ir a darle esa sorpresa
improvisada al trabajo.
Era la primera vez que lo iba a ver a la oficina y
estaba emocionada.
«Vístete, por favor. Y espérame en mi casa», me
suplicó Stefan mientras trataba de ponerme el abrigo y yo seguía desnudándolo y
marcando su pecho enjuto y poco musculoso con un rastro de besos rojos, gracias
a mi nuevo pintalabios de femme fatale.
«Stefan, déjate llevar por una vez, ¿vale?», le
solté, nerviosa por su manía de querer tenerlo siempre todo bajo control.
«Si nos descubren, yo...», intentó convencerme, pero
le hice callar con un largo beso.
Stefan seguía tenso, así que le metí la lengua en la
boca y dejé que mis dedos pasearan por su hermoso pelo rubio ceniza oscuro que
armonizaba a la perfección con sus ojos color avellana con reflejos dorados y
verdes.
Aunque Stefan no era el hombre perfecto, a mí me
encantaba tal y como era; con su estatura de jugador de baloncesto, su cuerpo
escultural pero enjuto y delgado; su maravilloso rostro, siempre afeitado y
arreglado; su manera de ser, algo nerviosa e insegura, pero también protectora
y afectuosa; su sentido del deber y sus complejos, debidos a su estatura y
delgadez. Finalmente, me parecía divertido y excitante que yo hubiera tenido
más experiencias sexuales que él, a pesar de que yo solo tenía diecinueve años
y él, veintidós.
Estaba enamorada de él.
Era mi primer San Valentín con un chico y quería
hacer algo extremo, pero, sobre todo, había decidido que esa noche le
confesaría que lo amaba.
«No me has dicho si te gusto», le pregunté cuando
finalmente sentí que estaba más relajado.
«Por supuesto que me gustas, Eliza», suspiró Stefan
con desesperación mientras me besaba ardientemente y me apretaba contra él.
Me encantaba cuando usaba ese tono, entre
quejumbroso y dolorido, que, invariablemente, me daba a entender que había
ganado.
«¡Es a mí a quien no le gusta este espectáculo de
casa de citas!», resonó una voz a nuestra espalda, haciéndonos gritar de miedo.
Me di la vuelta. A un par de metros de nosotros
había un hombre con el pelo canoso que nos miraba con la boca torcida en una
mueca de repugnancia.
«Sr. Chapman, yo...», Stefan tartamudeó,
visiblemente pálido, mientras yo corría a cubrirme con mi abrigo.
«Sr. Stefan Clarke, le aconsejo encarecidamente que
se calle, coja a esa niñata sin ningún tipo de pudor y se vaya de aquí ahora
mismo. Ah, y no olvide llevarse también todas sus pertenencias, ya que a partir
de mañana no podrá volver a pisar este despacho», le ordenó su jefe antes de
abandonar la habitación dando un portazo.
«No quería que te despidieran», traté de decir
rompiendo el silencio sepulcral que llenaba la habitación.
«En cambio, lo sabías. Te lo advertí, pero tú eres
la típica niñata impulsiva siempre dispuesta a hacer alguna locura, ¿no? Ahora
me doy cuenta de que, después de todo, no eres más que una colegiala, una
adolescente, una niña incapaz de relacionarse con el mundo de los adultos»,
respondió Stefan con voz seria mientras guardaba sus cosas en una bolsa.
«Perdóname... por favor». Me sentía terriblemente
culpable.
«Vete, Eliza. Necesito estar solo».
«De acuerdo, pero me llamarás más tarde, ¿verdad?».
«No lo sé», suspiró amargamente, sin siquiera
dignarse a dirigirme la mirada.
«Te... te quiero», traté de decir, pero Stefan ni
siquiera pareció haberme escuchado.
Con el corazón roto y la humillación de haber sido
atrapada in fraganti por el Sr. Chapman aún caliente, me fui.
Yo era solo una niña, pero sabía cuándo una historia
se había terminado y ahora mismo acababa de llegar al final del trayecto con el
único hombre al que le había dicho el fatídico te quiero.
Me juré a mi misma que, si perdía a Stefan para
siempre, cambiaría y me convertiría en una adulta seria con la cabeza bien
puesta sobre los hombros.
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