Capítulo 1
“¡Respira y
vuelve a tomar el control!”, le ordenó Rachel a su reflejo en el espejo,
intentando detener las lágrimas que empujaban para salir. “¡No puedo llorar! ¡No
por un estúpido como Matt! ¡Y mucho menos en el baño de la oficina!”, pensó
furiosa, intentando contener la primera lágrima que pudiera arruinar el
maquillaje. Respiró profundo e intentó pensar en otra cosa, pero ese día
parecía que nada estaba funcionando bien. Ese era su último día de trabajo y
nadie de Recursos Humanos la había contactado para hablar sobre la renovación
del contrato o alguna otra cosa. Se había quedado muy mal porque había
trabajado duro durante seis meses, repartiéndose entre el trabajo de editora y el
de secretaria part-time para Norman Carter, el fundador de la Carter House, la
más grande casa editorial de no ficción de Portland. Estaba segura de que había
entablado una muy buena relación con su jefe. Habían hablado mucho sobre el
futuro y sobre el mundo de la editorial. Norman le había comentado que los
últimos trimestres habían sido desastrosos, comparados con siete años atrás.
Ella le había propuesto ampliar su número de lectores introduciendo una serie
de ficción, pero Norman no había estado de acuerdo porque no consideraba a los
novelistas como verdaderos escritores. Para él, la escritura era un talento
sólo para pocos y, con fines educativos o divulgativos. Las novelas, sobre todo
las comerciales, eran de categoría C, aunque no pudo decir nada sobre las
facturaciones que realizaban gracias a las obras de estos “pseudo-escritores”,
como los definía él. Durante todos esos meses había notado una cierta afinidad
con su jefe, sobre todo cuando le había preguntado si podía reemplazar a su
secretaria que estaba enferma y habría podido trabajar sólo algunas horas hasta
que hubiera terminado sus sesiones de quimioterapia. Para ella había sido un
honor trabajar junto a un personaje tan prominente del mundo editorial, incluso
si nunca le había interesado un trabajo de secretaria. Había trabajado duro
para estar siempre impecable y Norman había dicho a menudo cuánto lo apreciaba,
con esas maravillosas y seductoras sonrisas que enamoraban a todas las
empleadas. “Podría ser tu padre”, se repitió Rachel recordando lo estupefacta
que quedaba siempre frente al carisma y encanto de ese hombre. ¿Era posible que
una persona siempre amable y cautivadora como Norman Carter sólo le hubiera
tomado el pelo? ¿Era posible que en un mes hubiera sido engañada por dos
hombres con falsas promesas? Incluso Matt siempre la había hecho sentir especial
durante esos tres años de relación. Tampoco él había expresado nunca un
descontento o una insatisfacción por sus complicados horarios de trabajo. Y,
sin embargo, tres semanas antes lo había encontrado en la cama –en su cama- con
una de sus clientes. Ni siquiera había intentado disculparse o inventado una
explicación. Nada. Sólo se había limitado a decirle que pronto se habría
mudado. Al día siguiente, cuando volvió a casa del trabajo, se había llevado
sus cosas. Ni siquiera dejó una nota o un mensaje. Sólo le había dejado la
renta por pagar. Y ahora se había quedado sin un trabajo con el cual
mantenerse. “¿Qué sucederá conmigo?”, pensó, poniéndose a llorar y cubriéndose
los ojos para no volver a mirar su imagen en el espejo. Durante esas semanas
había ahogado sus penas en la comida y había subido cuatro kilos. Esa mañana,
apenas había podido entrar en su adorada longuette de Dior de corte asimétrico
y cerrar los botones de su camisa de seda blanca de Caractère con puños
acampanados. “¿Todo bien?”, le preguntó una voz femenina a sus espaldas,
haciéndola asustar. Se secó rápidamente las lágrimas y se dio vueltas. Delante
de ella estaba Abigail, la practicante a la que todos llamaban “La muchacha de
las copias”. Había llegado hacía un par de meses, pero nunca habían hablado,
excepto por un breve saludo. A menudo había tenido la impresión de que Abigail
la evitaba o le tenía miedo.
Además, tenía
la sensación de que ya la había visto en algún lado: rubia, con enormes ojos
azules, alta un metro y medio, siempre vestida con un estilo vivaz, con un
corte vintage francés.
Algunos sostenían
que era menor de edad, pero en realidad tenía veintiún años, aunque el uso
excesivo de zapatos sin taco, pantalones pitillo y remeras de cuello bote la
hacían ver como una niña. Sobre todo, cuando se hacía trenzas o llevaba una
vincha roja con un moño como la de Blanca Nieves.
“Está todo
bien. Fue sólo un momento, pero ya pasó”, se apuró a decir Rachel
extremadamente avergonzada por haber sido atrapada por una extraña, llorando.
“También a mí
me pasa, ¿sabes?”, intentó consolarla Abigail con su vocecita parecida al piar
de un pájaro. “Sin tener en cuenta que hoy es San Valentín… precisamente ayer
mi novio me ha dejado. ¿Tú también pasarás San Valentín sola?”
“Sí. Mi ex y
yo hemos terminado la relación hace algunas semanas. Me engañó y luego se fue.
Y ahora, después de tres semanas de silencio, vuelve a aparecer para desearme
un buen San Valentín.”
“Como remover
el cuchillo en la herida, ¿eh?”, se indignó Abigail enojada.
“Parece que
lo hizo a propósito sólo para herirme. No entiendo por qué tuvo que enviarme
ahora ese mensaje, salvo para eso”, supuso Rachel, recordando como el haber
leído ese mensaje la había desestabilizado a tal punto que tuvo que correr a
esconderse en el baño para intentar contener las lágrimas. No era su estilo
dejarse llevar por la emoción, pero en ese período había sufrido muchos cambios
y tenía miedo de no poder enfrentar todo ella sola.
“Quizás
esperaba que fueras corriendo hacia él y lo perdonaras.”
“¡Ni siquiera
lo pienso!”
“A veces los
hombres son egoístas.”
“Lo sé, pero
te puedo asegurar que ésta será la última vez que derramo una lágrima por un
hombre. Ya no tengo ganas de dejar que jueguen conmigo y de sufrir. Estoy mejor
sola”, se prometió Rachel. “Sólo tengo que buscarme un apartamento menos
costoso, porque yo sola no puedo pagar todos los gastos y la Carter House no me
renovó el contrato.”
“Qué raro.
Todos comentan que Norman Carter te adora.”
“Sí, pero yo
quisiera ser editora senior, poder hacer carrera y convencer a Norman de hacer
una serie narrativa… pero lamentablemente, el lugar vacante de editor probablemente
se lo den a Mara Herdex y hasta ahora no hay ninguna intención por parte del
editor de expandirse hacia las novelas románticas.”
“Número uno:
Mara no vale ni la mitad de lo que tú vales. Lo digo de verdad.”
“Gracias.”
“Número dos: ¿quién
mejor que tú podría traer nuevos autores a esta casa editorial?”
“En realidad,
yo no soy nadie y nunca ocupé el rol de directora en mi vida. No tengo la
experiencia que se necesita”, la detuvo Rachel enrojeciendo por todos los cumplidos
inesperados, pero sinceros.
“¡Tú eres la
fundadora del blog Sueños de Papel! No existe ningún aspirante a escritor que
no haya acudido a tu blog para pedir consejos o para buscar información sobre cómo
ser un escritor establecido. ¡Sin tener en cuenta tus consejos!”
“¿Conoces mi
blog?”, le preguntó sorprendida Rachel.
Abigail dudó
por un momento como si temiera exponerse demasiado, luego decidió continuar y
decir la verdad. Además, nunca había podido mentir y no hubiera querido
comenzar ahora justamente con Rachel Moses, la gurú de los principiantes.
“No te
acuerdas de mí, ¿verdad?”, le preguntó con temor.
“Tu rostro me
resulta familiar pero no recuerdo donde te he visto antes”, admitió Rachel.
“Nos
conocimos hace tres años en la librería de Liza Bennet, en el Club del Libro
que tenía todos los miércoles por la noche.”
Por fin
Rachel se acordó de ella. Había ido sólo algunas pocas veces al Club del Libro
de la librería Liza’s Books y siempre había sido una experiencia agradable.
“Si mal no
recuerdo, incluso me habías pedido si podía leer un cuento tuyo”, se acordó
Rachel.
“Sí.”
“¿Me había
gustado?”, Rachel no lo recordaba.
“Diría que
no. Me escribiste un email en el que hiciste pedazos todo mi cuento, criticando
las personalidades de mis personajes, el ritmo demasiado fragmentado y el final
obvio… He llorado durante tres días por la desilusión.”
“Oh. Lo
lamento”, intentó disculparse Rachel. La verdad era que, cuando se trataba de
juzgar un manuscrito, ella no daba muchas vueltas y no se dejaba influenciar
por los vínculos de amistad u otra cosa. A menudo, esa actitud fría y
profesional le había hecho perder muchas amistades, pero a su vez le había hecho
ganar la admiración de los escritores que intentaban mejorar o entender por qué
las casas editoriales rechazaban sus escritos.
“Durante dos
meses no pude escribir nada. Después volví a pensar en tus palabras y seguí tus
consejos. Trabajé muy duro y el año pasado te pregunté si podías leer otro de
mis cuentos. Aceptaste y me has felicitado porque no tenía errores y por la
fluidez del texto. Sin embargo, en tu opinión, todavía no estaba listo para ser
publicado.”
“Lo lamento…
recibo muchos textos para leer y a veces no me doy cuenta de…”
“Quédate
tranquila. No estoy enojada. ¡Es más! Estoy contenta porque me has ayudado muchísimo,
pero sé que el camino es todavía muy largo. Si un día escribo un buen cuento,
quisiera que fueras tú quien lo publique”, dijo Abigail con una gran sonrisa de
gratitud.
“Me sentiría
honrada”, le sonrió Rachel. Finalmente entendía el comportamiento de Abigail
durante los últimos meses y se sintió aliviada de saber que no la odiaba. En
general, muchos escritores la llenaban de insultos cuando no estaba convencida
de la calidad de sus manuscritos.
“Es por ello
que espero de todo corazón que continúes trabajando aquí. Yo también sueño con
ser una editora o una escritora exitosa, en lugar de la “Muchacha de las
copias”, como me llaman aquí, pero me doy cuenta de que tú eres mucho más
inteligente que yo y te mereces ese ascenso que Norman pronto te dará.”
“Sí, pero
Mara...”
“Mara es una víbora
e intentará sacarte de su camino a toda costa porque se dio cuenta que Norman
tiene debilidad por ti. Por ello, ten éste pendrive. Adentro hay una copia de
todo el trabajo que has hecho durante estos meses y el informe que has
fotocopiado esta mañana”, le dijo Abigail dándole un pendrive Kingston.
“Gracias. No había
necesidad.”
“Probablemente,
pero algo me dice que de esto dependerá tu futuro aquí dentro”, le susurró la
muchacha en voz baja, antes de salir del baño. “Y en cuanto al amor, hoy es San
Valentín.”
“Es un día
como cualquier otro”, dijo Rachel que odiaba el romanticismo de esa fiesta.
“Sí, pero no
aquí dentro. Tienes que saber que hice las prácticas aquí el año pasado y
recuerdo muy bien lo que sucede.”
“¿Qué quieres
decir?”, preguntó curiosa Rachel.
“Hoy es el
cumpleaños del jefe y, como todos los años, vendrán a saludarlo sus hijos.”
“¿Y?”
“¿Has visto
los ojos de Norman Carter?”
“Sí”, suspiró
Rachel enamorada. Su jefe tenía unos ojos bellísimos, verdaderos imanes para
cualquier mujer. Era imposible quedar indiferente a esa mirada magnética color
verde musgo, de un tono claro, tendiente al gris.
“Bien, sus
cinco hijos tienen sus mismos ojos. Del mismo color y con el mismo encanto. ¡Verás,
vas a perder la cabeza!”
“No, yo no”,
le aseguró. Se acababa de prometer que cerraría su corazón a todos los hombres
y no tenía intenciones de volver atrás.
Lo único que
estaba dispuesta a hacer, era encontrar a Richard Wayne, un aspirante a
escritor de mucho talento con quien mantenía una relación de amistad desde hacía
casi un año.
Finalmente
habían decidido encontrarse y, ya que ambos iban a estar solos esa noche,
habían pensado festejar juntos San Valentín. Nada más.
“¿Apostamos? La
que pierde paga un almuerzo en Powell’s con una buena compra de libros en la
librería.”
“¡Perfecto!”
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