Después de cuatro años de separación, Kira regresa a Princeton de su mejor amigo, pero lo que encuentra ya no será ese dulce niño frágil sumiso a la violencia de su padre, sino un niño de diecisiete años, enojado con todo el mundo y consigo mismo. ¿Logrará Kira borrar ese odio y enseñarle a amar?
Capítulo 1
Un huracán.
Esto había pensado Lucas de frente a la engreída desconocida que se
interpuso entre su padre y él.
―Prueba golpearlo de nuevo y te denuncio! ―Grito aquel tornado furioso,
haciendo asustar al mismo Lucas, que todavía tenía la mano presionando el
cachete inflado y rosáceo, por el ultimo tortazo recién recibido.
El hombre rio sarcásticamente frente a esa amenaza estúpida. Ese sonido
ronco y duro hizo venir escalofríos a Lucas por toda su espalda, llevándolo a
esconderse cobardemente detrás de la espalda alta de su salvadora, que según
parecía, no estaba espaventada en lo absoluto de esa actitud fingida de su
padre.
Todavía Lucas lo conocía bien y sabía que venía después de aquella risita
banal y más aún después de esa amenaza en velo.
En un impulso de coraje, agarro la mochila de su salvadora y lo tironeo
lejos antes de que su padre perdiera nuevamente los estribos y pudiese
levantarle la mano, o peor, el cinto del pantalón, también sobre ella.
―Estate bien atenta a lo que decís mocosa ―le advirtió el hombre
improvisamente serio, acercándose ahora de más.
―Eres tú el que debe estar atento a lo que hace o le diré a mi madre y ella
te mandara fuera junto con todos los padres violentos que golpean a los hijos ―lo
desafío de nuevo la niña con su voz tenue, pero al mismo tiempo fuerte y
determinada a no dejarse asustar por aquel paracito.
―¿Que es lo
que has dicho? ―Se enfureció el hombre, inclinándose sobre aquella pequeña
criatura que torció la nariz ante el aliento de alcohol que le salía de la
boca. Y luego llego el suspiro de su padre. Aquel suspiro que Lucas conocía
bien: aquel siseo vibrante y tenso que terminaba siempre con un gesto violento
en contra de cualquier cosa que se encontrase a su alcance.
Con una ojeada furtiva miro profundamente el rostro orgulloso y perfecto de
esa niña que no se había movido ni un centímetro, continuando a protegerlo y a
tenerlo detrás de su espalda ligeramente doblada por el peso de los libros que
tenía en la mochila.
Sus ojos se detuvieron sobre sus mejillas rosas y perfectas, sobre su
pequeña boca, una forma de corazón, sin cicatrices o signos de violencia.
Tenía una línea un poco extraña, según Lucas, pero al mismo tiempo curiosa
y él deseo poder verla mejor en la cara, pero el respiro sin aliento y
tembloroso de su padre prevaleció..
Calmando el miedo y aquellos gemidos de dolor que le salían
incontrolablemente de la boca, se hizo coraje y con una fuerza propia
desconocida logro tironear de un costado a su salvadora justo a tiempo, antes
de que la mano de su padre volara despiadadamente sobre el cachete de la
muchacha.
― Déjala! ―Grito el muchachito, reuniendo todas sus fuerzas en un
desesperado grito. Sabía que contra su padre no podía hacer nada, pero juro a
si mismo que habría hecho todo lo posible para proteger a esa inocente que
había tenido el coraje de afrontar al irascible y potente Darren Scott.
―Tú no me das ordenes, ¿has entendido? Eres solo un niño estúpido que
tendrás el mismo fin que la fracasada de tu madre¡ , se irrito su padre,
agarrándolo por la solapa de la chaqueta.
Habían pasado pocos meses del día en el que había encontrado a su madre
adormecida en la bañera llena de agua.
Al principio habia permanecido desconcertado al encontrar a su madre
vestida en la bañera, pero luego, cuanto había llegado su padre, todo había
asumido otro significado.
Todavía ahora le daba fastidio tratar de ordenar los recuerdos. En ocasiones solo los gritos de dolor y rabia
de su padre, mientras tiraba a su mujer fuera del agua y la domestica Rosalinda
que lloraba y gritaba que aquella casa estaba maldita, mientras corría a llamar
una ambulancia.
Luego todo se volvía confuso hasta el funeral de su madre.
No sabía si había llorado, pero recordaba que a su regreso del cementerio
esa noche, su padre se emborrachó más de lo habitual y comenzó a criticarlo,
diciéndole que era un fracaso ya que su madre era tan cobarde como para
suicidarse, dejándolo solo para cuidar a un hijo que nunca había querido y que
podría haber sido un bastardo por todo lo que sabía, dado el pasado áspero y
libertino de la serpiente que con quien se había casado diez años antes.
Esa noche, encerrado en su habitación y escondido debajo de las sábanas,
había comenzado a temblar y a llamar a su madre en vano, con la esperanza de
que fuera a rescatarlo.
Desafortunadamente, su sueño no se había cumplido, ya que nunca había
sucedido incluso cuando ella estaba viva, y no le quedaba más que llorar hasta
que le dolieran el estómago y la cabeza.
Ahora, las frases de su padre lo golpearon con la misma violencia esa
noche.
Se mordió el labio inferior para no llorar, pero al final las lágrimas
lograron fluir copiosamente.
― Papá, no la lastimes. Por favor —le rogó, sollozando y ocultando su
rostro con la manga de su chaqueta para que no la viera esa niña que tenía más
coraje que él.
― ¡Mi hijo llorando por una mujer! Esto es nuevo! No tienes carácter.
¿Sabes lo que te digo? ¡Te vas a casa solo, así que aprendes a desobedecerme y
ponerte en mi contra! ―Dijo el hombre, girando sobre sus talones y yendo al
auto con pasos inestables debido a los tragos de más bebidos en la tarde.
―Espera, papá ―Lucas trató de detenerlo, asustado ante la idea de irse solo
a casa, pero su padre ya había llegado a la puerta y, sin mirarlo, entró al
auto y se fue, dejando a su hijo de nueve años, temblando y llorando al costado
de la calle.
―No te preocupes. Mi mamá te lleva a la casa con el auto ―trató de calmarlo
la niña, que se había quedado al margen observando toda la escena.
Su dulce y gentil voz logró calmar el sufrimiento de Lucas y él dejó de
llorar.
Sin decir una palabra, sintió la cálida y suave mano de la niña tomar la
suya fría y temblorosa.
Con los ojos todavía nublados por las lágrimas, se dejó arrastrar hacia la
fuente que estaba en el patio desierto de la escuela.
La vio sacar de su delantal rosa un pañuelo de Hello Kitty y mojarlo bajo el chorro de la pequeña
fuente.
Luego, con una delicadeza desconocida para él, la sintió mientras le ásaba
el pañuelo húmedo y fresco sobre sus mejillas y ojos.
―Mi mamá siempre me hace lavarme los ojos después de llorar para que no se
hinchen y enrojezcan ―explicó suavemente, mientras continuaba empapando sus
ojos con la tela humedecida con agua.
Cuando la niña pensó que la limpieza era lo suficientemente satisfactoria,
sacó otro pañuelo limpio y planchado de su mochila. Lo abrió y lo usó
suavemente para secarle la cara.
Aturdido y disfrutado por esos mimos inesperados y relajantes, se dejó
lavar y secar, inmóvil como una muñeca.
El pujante viento de otoño soplaba con fuerza esa tarde, pero Lucas se
encontró sonriendo feliz por la enésima caricia que incluso el cielo había
querido darle.
Sereno como no se había sentido en meses, abrió los ojos y finalmente logró
mirar a su salvadora a la cara, ese huracán que en ese momento se había
convertido en una brisa fresca de primavera con sus gentiles y delicados
gestos.
La miró durante mucho tiempo, hasta que su memoria le recordó el nombre de
esa niña: Kira. Ella era la recién llegada y se sentaba en la tercera fila
detrás de él en el aula.
― Tienes una cara extraña ―dijo Lucas, mirando a la niña que lo superaba en
más de diez centímetros de altura. Aunque era delgada y muy alta, tenía una
cara ancha y redonda que sobresalía por encima de ese cuerpito delgado doblado
por el peso de la mochila.
Su piel era muy clara, pero sus mejillas estaban rojas por el frío y su
pequeña boca en forma de corazón estaba angosta y tensa por la concentración
que estaba usando para doblar sus dos pañuelos.
Lucas se detuvo con curiosidad en esos labios tan pequeños y carnosos,
preguntándose si podría comer algo más grande que una miga.
Pero la parte que más lo fascinó fueron los ojos ligeramente cerrados y con
un extraño pliegue almendrado. Aunque escondidos bajo el flequillo negro, recto
y demasiado largo, logró ver dos ojos marrones en llamas con reflejos verde
oscuro que le recordaban a los bosques del lago Westurian, donde su padre tenía
una casa, que habían usado hasta hace dos años para pasar el verano.
Con un movimiento de enojo y una bocanada que hizo retroceder el flequillo,
la niña lo miró un poco ofendida.
―Y tú eres bajo para ser un niño ―dijo la niña, cruzando los brazos.
―No pareces americana ―trató de explicar Lucas, tropezando con las
palabras.
―Disculpa, pero ¿dónde estabas esta mañana cuando la maestra me presentó a
la clase?
Lucas no se atrevió a revelar que se había quedado dormido porque su padre
lo había mantenido despierto toda la noche con sus ruidos borrachos.
Con las manos en las caderas en un gesto desafiante y llenando sus pulmones
con un gran aliento, la niña resumió su discurso esa mañana, esperando que esta
vez quedara grabado en la mente del nuevo compañero de clase.
―Mi nombre es Kira Yoshida. Tengo nueve años. Mi padre es japonés y trabaja
para el ejército, mientras que mi madre es estadounidense y es trabajadora
social.
―Por eso tienes una cara extraña. Eres japonés ―dijo Lucas felizmente.
―¡No tengo una cara extraña! Mamá dice que tengo las características de la
cara de mi padre, pero el color de sus ojos y su carácter. De todos modos,
estaba diciendo que soy mitad japonesa y mitad estadounidense. Puedo hablar
bien japonés e inglés y asistí a la Escuela Internacional de Tokio hasta que
trasladaron a mi padre aquí durante cuatro años para capacitar a nuevos
reclutas para la vigilancia en las embajadas estadounidenses de todo el mundo.
Mamá no quería estar sola en Tokio, así que nos mudamos con papá, aunque en
realidad casi nunca está allí. Soy buena en la escuela, incluso soy más capaz
para escribir ideogramas japoneses, en lugar de tu escritura, pero mi madre
dice que soy una aorendiz veloz y ya he decidido que cuando crezca también me
convertiré en trabajadora social. En Tokio formé parte del club de baloncesto,
aunque en realidad nunca me gustó como deporte. Odio los deportes y me encanta
ver dibujos animados y leer manga.
―¿Qué son los manga?
―Historietas ―explicó Kira, molesta por la ignorancia de Lucas.
―¡También me gustan los Historietas! ―regocijó el chico.
―Entonces te las prestaré.
―¿En serio? ―Lucas estaba asombrado, ya que nadie en la ciudad quería
tratar con él, mucho menos con su padre.
―¡Por supuesto! Somos amigos, ¿no?
Amigos.
Esa palabra tuvo el efecto de un verdadero sacudón al corazón para Lucas.
Él no tenía amigos.
Ningún niño se le había acercado por miedo a encontrarse con el poderoso y
malvado Darren Scott. Todos los padres y maestros también eran intimidados por
la presencia de su padre y comprendió rápidamente que nadie sería amigo de él.
Ni ahora ni nunca.
Y aquí, en cambio, el huracán Kira entró en su vida ese día. El apellido ya
no se recuerda. Era muy difícil de pronunciar.
―¡Oh Dios! Kira, aquí estoy! ¡Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento!
Una mujer se agitó, corriendo hacia ellos sin aliento.
―¡Mamá! ―exclamó felizmente Kira, corriendo a su encuentro para abrazarla.
Ver esa escena, le hizo poner los ojos húmedos a Lucas, que no habían
podido disfrutar más del afecto de su madre, quien cuando estaba viva se
dividia entre un trago y una pastilla para dormir, cuando no era atacada por
los delirios de celos de su marido.
―Cariño, perdón si llegué tarde tu primer día de escuela, pero esta mañana
me contrataron e inmediatamente tuve que lidiar con algunos expedientes que
tuve que llevar a la Corte de Menores antes de venir a ti. Habia mucho tráfico
y lo hice lo antes posible. Lo siento.
―No importa, pero tenemos que llevar a Lucas a casa. Su padre lo golpeó y
luego lo abandonó aquí ―respondió su hija con su típica franqueza genuina pero
despiadada, que golpeó tanto a Lucas como
a su madre tal una bofetada.
―Kira, estas son acusaciones serias ―advirtió la madre que ya había pasado
toda su vida laboral luchando contra los malos tratos o los problemas
familiares que eran difíciles de superar sin la ayuda de un trabajador social.
―Hay que denunciarlo a las autoridades, hacer una orden judicial y enviarlo
tras las rejas ―la niña se envalentonó, repitiendo palabras que había escuchado
en la televisión la noche anterior.
―La próxima vez, olvídate de mirar Law & Order conmigo ―su madre
agregó, antes de acercarse al niño. ―Y tú debes ser Lucas, ¿verdad? Mi nombre
es Elizabeth Madis y soy la madre de Kira.
Lucas asintió tímidamente frente a esa mujer sonriente y de mirada dulce y
valiente de color verde. Kira tenía razón: tenía los mismos ojos que su madre,
pero por lo demás, no se parecían mucho. El cabello negro y brillante de Kira
contrastaba con el cabello ondulado y caramelizado de su madre.
―Kira dice que tu papá te golpeó. ¿Es eso cierto?
―Sí, es verdad. Su mejilla estaba toda roja ―intervino Kira, mirando a su
madre.
―Sucede ―Lucas susurró con inquietud. Ni siquiera quería pensar en lo que
diría su padre si supiera de esa conversación.
―Ya veo. ¿Dónde está él ahora?
―En casa. Estaba enojado.
―¿Qué hay de tu madre?
Lucas tardó varios segundos antes de responder. ―Se ha ido.
―Lo siento mucho, cariño ―la mujer lo consoló de inmediato, acariciando su
rostro. ―¿Recuerdas la dirección de tu casa? Si quieres te llevamos. Tengo un
auto estacionado afuera de la puerta.
Lucas sonrió agradecido. Alguien había venido a salvarlo.
Volvió a mirar a la mujer y le pareció un ángel.
―Esta mochila debe ser muy pesada, Lucas. Dámelo, así lo pongo en el asiento trasero ―ofreció la
mujer.
El niño se volvió y Elizabeth logró quitarle la mochila de los hombros,
pero al hacerlo, también agarró su chaqueta y camisa tirando de todo.
―Oh, la mochila quedó atrapada en la ropa. Espera a que te libere
―Elizabeth le mintió, inclinándose hacia el niño sin darse cuenta de que
acababa de resaltar un largo moretón que corría de lado a lado. El signo del
cinto de tres días atrás.
Los ojos rasgados y los labios entrecerrados hasta blanquease hicieron
retroceder a Kira, quien sabía que esa expresión era el preludio de un terrible
regaño, pero cuando la madre se levantó, inesperadamente regresó sonriendo,
confundiendo a su hija.
―Vamos a casa, ¿pero antes de que me dicen de un buen helado o una rebanada
de pastel de Chocoly? ―exclamó la mujer alegremente, haciendo que Kira saltara
de alegría de haber conocido ese lugar el día de su llegada, cuando su madre le
había hecho probar el helado más grande del mundo y estaba lleno de dulces y
galletas.
Lucas también conocía el lugar, pero nunca entró.
Apenas llegados con el auto, Elizabeth fue inmediatamente al local, donde
dio via libre a los dos niños sobre los dulces quienes se llenaron con
caramelos, galletas, muffins y crema, mientras ella se escondía en el lugar más
apartado del bar para hacer algunas llamadas urgentes sobre lo que acababa de
ver en la espalda de ese chico.
Lucas comió hasta reventar bajo la mirada atenta y feliz de la niña que lo
acusó de ser demasiado pequeño y delgado para su edad.
Cuando llegó el momento de irse a casa, Lucas se subió a regañadientes al
automóvil y le dio su dirección a Elizabeth, quien inmediatamente configuró el
navegador GPS, ya que aún no dominaba completamente las calles de Princeton.
―¿Y tu padre quería que caminaras ocho kilómetros? ―espetó Elizabeth
nerviosamente frente a las indicaciones del navegador GPS.
Lucas guardó silencio, preguntándose si ocho kilómetros era mucho.
Afortunadamente, Kira estaba allí para distraerlo y el viaje a casa pasó
felizmente.
Desafortunadamente, tan pronto como la enorme casa de su padre comenzó a
verse desde la ventana del auto, la sonrisa desapareció de la cara de Lucas.
Cuando se abrió la puerta, el niño se encontró temblando, preguntándose
cómo reaccionaría su padre si supiera lo que había hecho.
―¡Niños, espérenme aquí! ―ordenó Elizabeth, saliendo del auto y
dirigiéndose a la puerta que acababa de abrirse para dejar salir la imponente
figura de Darren Scott.
―Sr. Scott, supongo.
―Sí, ¿quién eres?
―Mi nombre es Elizabeth Madis. Encontré a su hijo solo en la escuela, fuera
del horario escolar. Me ocupe de Lucas y lo traje a casa.
―Bueno y ahora vete.
―¡No!
―¿No? ¿Que quieres? ¿Dinero? ¡No le pedí que lo llevara a casa! ¡Podría
haberse venido caminando en lo que a mí respecta!
―¿Pero no le da
vergüenza? ¡Son casi ocho kilómetros! ¡Cómo espera que un niño de
nueve años camine solo!
―¿Y quién eres tú para decirme lo que puedo o no puedo hacerle a mi hijo?
―Soy trabajadora social y siento que existen todos los requisitos para
quitarle definitivamente la custodia de su hijo: abandono de un niño, violencia
física y probablemente también psicológica, también el niño parece desnutrido
... sin embargo, no me parece que usted sea pobre.
―¿Cómo te atreves a venir a mi casa a insultarme? ―explotó el hombre,
arrojándose sobre la mujer y luego deteniéndose a unos centímetros de su
rostro.
―Estás borracho ―dijo la mujer con el aliento que le llego a la cara.
―Vete o llamaré a la policía y te haré perder tu trabajo. Te desterraré de
esta ciudad para siempre ―amenazó.
―No me asustas. Y sepa que en los próximos días le enviaré un control
sanitario-ambiental y a un colega mío para verificar que no haya otros signos
de violencia en Lucas o hago que lo encarcelen. ¿Me he explicado? Ella continuó
sin desanimarse y decidida a vencer.
―¡Sal de mi casa! ―le gritó, haciendo que el mismo Lucas se asustara
mientras rápidamente tomaba su mochila y salía corriendo del auto para correr
hacia la casa y poner fin a la disputa.
―Hasta pronto, Sr. Scott ―Elizabeth lo saludó con un dejo de amenaza, antes
de volver al auto y marcharse.
Cuando el automóvil salió de la inmensa propiedad, Darren regresó a la casa
donde encontró a su hijo asustado y sollozando.
―¡Trajiste a casa una trabajadora social, pequeño bastardo! ―el hombre
gritó furiosamente contra su hijo.
―No lo sabía ―susurró el niño, listo para pagar las consecuencias.
―¿Esa perra realmente piensa que puede retarme y amenazarme ... en mi
ciudad? Me las va a pagar! Y en cuanto a ti, no podré golpearte en los próximos
días, ¡pero ten la seguridad de que también pagarás por lo que has hecho! ¡Y
ahora vete a tu habitación! Olvidas la cena de esta noche, así aprendes a no
traerme basura a la casa.
Lucas no lo hizo repetir dos veces.
Como un cohete, voló a su habitación, agradeciendo a Kira y a su madre en
voz baja por la sabrosa merienda especial que le habían ofrecido. Todavía tenía
el estómago lleno y, aliviado, se zambulló debajo de las sábanas, rezando para
que llegara la mañana temprano.
Quería volver a ver a Kira, su amigo especial, ese huracán con una boca en
forma de corazón y ojos de color verde bosque, que había revolucionado su día y
que en su corazón sabía que pronto cambiaría su vida.
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